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13 de marzo de 2021

Confía en mí: Puedes volar

No sé cuántos años tendría yo de aquello, pero ya habían trasladado el cementerio de al lado de la parroquia de Andra Mari a su ubicación actual.

 Habíamos ido mamá, papá, Marta y yo a pasear por la parte alta de Getxo, de lo que hoy llamamos Andra Mari. En aquel tiempo, el cementerio era extrarradio total. Había dos caseríos cerca y no lo entendíamos. No digo ya cuando construyeron allí un edificio de casas de azulejo blanco...

Sin compañía, no podíamos ir tan lejos. Al llegar al cementerio subiendo de la parroquia, el muro era bajito. En esa parte, mis recuerdos me llevan a donde enterraban a los niños sin bautizar y a los masones, pero quizá estoy mezclando la disposición del viejo cementerio, el que estaba al ladito de la iglesia de Andra Mari.

Me subí al muro y seguí el paso por su cumbre: Kareletik, diríamos en euskera. Al llegar mucho antes del portalón de entrada al cementerio, ya estaba yo a unos dos metros de suelo firme. Tenía que hacer algo: saltar o volver sobre mis pasos.

Papá extendio los brazos en cruz. "Salta", me dijo. Sacudí la cabeza de izquierda a derecha. No. Me daba miedo. "Salta. Confía en mí". Y volé a sus brazos, que me sostuvieron antes de que mis pies dieran con la tierra.

"Confía en mí": No hay mejor lección para atreverte a cualquier cosa.

Siempre he creído que el feminismo me lo enseñó mamá, pero ahora veo que también papá colaboró a mi audacia.

30 de diciembre de 2015

Cada vez que te llevas el cubierto a la boca dices 'Hummmm'

Estaba yo sola en la cocina, con ella, con mamá.
Estaba en la parte de la mesa (roja, de formica) en la que hacía los deberes. El armario, a mi espalda. Mamá, enfrente, en los fogones o la fregadera. Probablemente, ella estaba en saya, en combinación. Blanca.
A una de éstas, suelta una carcajada, de aquellas que eran pura alegría, que le iluminaban los ojos; una carcajada elegante como las suyas, porque mamá era pura elegancia.

Le pregunto:
-Mamá, ¿por qué te ríes?
-Porque cada vez que te llevas el cubierto a la boca dices 'Hummmmmmm'.

Era coliflor con besamel al horno.

10 de junio de 2015

Vengo de una tertulia de costura y de una mesa roja de formica


La mesa de la cocina era roja, de formica; las banquetas, cada una de un color. Qué curioso. Hasta ahora no me había percatado. Hace unos años fui adonde la Neska, la vieja tienda de tejidos de la avenida de Algorta, a comprar unas servilletas para diario. No quería un servicio completo de mantel. Las ocho que compré eran de 8 colores distintos.
En aquella mesa hacíamos los deberes del instituto. No tengo un recuerdo nítido, pero casi diría que los hacía rápido por salir a callejear. Mamá estaba con nosotras en la cocina, trajinando.
Cocinaba en alto. Narraba lo que hacía.
Por ejemplo, cuando fregaba:
-Pongo el agua caliente en la palangana con jabón. Limpio primero los vasos porque son los que menos grasa tienen.

En aquellos tiempos, del grifo no salía agua caliente. A veces, ni salía agua. Se aprovechaba el calor de la cocina económica para templarla y fregar.

-Friego vasos, tazas y platos y los aclaro en ese mismo orden.

Y entre ejercicios de volcanes, matemáticas, geografía y lengua, aprendíamos a usar el estropajo de esparto.

-Para pelar los ajos es mejor aplastarlos un poco con la mano contra la mesa. Los ajos deben ir al aceite frío, para que coja más sabor.

A veces pedía voluntarias:
-¿Quién me ayuda a limpiar las anchoas?

Nos enseñó a resolver los problemas antes de que se nos plantearan:
-El limón deja marca sobre el mármol. Hay que procurar que el ácido no lo toque.

También sabía de medicina:
-No se puede tomar la aspirina en ayunas porque te hace un agujero en el estómago. Ni hay que tragar el chicle, porque se te pegan las paredes del estómago.

Por las tardes, había tertulia de costura en casa. Las chavalas en edad de enamorarse venían a coser, o a contar sus cosas. Recuerdo especialmente a M. A. , G., C., A. y R. M. Mamá les enseñaba a coger el bajo, arreglar la cremallera, hacer los ojales o coser los botones. A nosotras nos ponía a sobrehilar o a quitar hilvanes.
La de refranes de costura que me sé:
‘Costurera sin dedal cose poco y ello mal’, ‘La hebra de Marimoco, que para llegar al cielo le faltó un poco’, ‘La hebra de Marimoco, que cosió siete camisas y le sobró un poco’…
Una tarde, alguna de ellas hizo algún comentario malintencionado sobre una de las ausentes. Mamá la frenó en seco: “Aquí no se critica”.
De esa mesa roja de formica y de esa tertulia vengo.

9 de junio de 2015

Aquel personal sentido de la orientación

Un día intentó convencernos de que para ir de casa al instituto (que es una línea recta) era mejor subir a Elorri. Fue inútil que le sacáramos todos los argumentos que nos habían enseñado en bachiller sobre la distancia más corta entre dos puntos.
Otro día, papá contaba que habían ido hacia Azkorri a andar, a dar una vuelta y que mamá le había dicho: "Txetxu, vamos por aquí que es más corto". Así que no era raro que papá nos dijera "¡Tu madre!, ¡pero si va a pasear y coge atajos!".

Mamá le llamaba Txetxu, pero él jamás consintió que nadie más le llamara de esa forma.

5 de junio de 2015

Días de bandera roja

El nuestro era un patio en forma de U al que daban ventanas, balcones y terrazas de 30 viviendas, 30 familias. No había persianas, las puertas estaban siempre abiertas, las vecinas hablaban de balcón a balcón e, incluso, se enviaban cosas por el aire sin paloma mensajera.
Susana se pasó la infancia bailando en la terraza, oíamos las risas de Elena aunque no la viéramos, veíamos la tele a través de la ventana de Feli y el sonido lo ponía el aparato de "los numerosos". Algunas tardes, subía el aroma del café de casa de Líber y si mamá decía "Hum, qué bien huele", Líber mandaba a Róber o Gonzalo con una taza para arriba.
A veces, mamá me daba una notita ─"Entreténmela un rato"─ y me mandaba donde una vecina: "Vete donde Rosi y dile que te dé esto". Yo era una criaja que todavía subía los peldaños de uno en uno y, entre bajar y subir, sumaban 121. Rosi leía la nota y me decía que me pusiera a jugar. Un rato después me mandaba para casa. Si yo le recordaba que había ido a por algo, ella me daba cualquier cosilla.
Todos los días a las 10 íbamos a la playa. Andrés solía hacerse el encontradizo en el patio y se venía con nosotras. Si llovía, tapábamos la ropa con la toalla y al agua. Medio barrio aprendió a nadar con mamá en Arrigunaga.
Una mañana de sol, siendo yo muy pequeñita, una vecina le preguntó si no había playa ese día.
-Hay bandera roja -y se rió a carcajadas-.
Tardé años en entender a qué se refería.

4 de junio de 2015

Aquella sonrisa, aquella ternura

Era verano. A papá le gustaba vernos juntas, con nuestras familias. En cuano estábamos las tres aquí, como mínimo caía una comida o cena en El Molino de Berango, la cervecería a orillas del Gobela.
Él llegaba tempranito, agrupaba a la sombra mesas y sillas bastantes para todos y nos esperaba leyendo El Correo, haciendo el crucigrama, distrayéndose.

Un día, Ramón y yo llegamos los segundos, o sea, cuando él ya estaba allí. Al cabo, vió como mamá bajaba del coche de Marta.
-Mírala -me dijo-, siempre con esa sonrisa, cada vez que me ve, esa sonrisa.

En el 2004, otra vez que estábamos todas en Getxo, papá nos invitó a comer en el italiano de Algorta, con toda la prole. Después fuimos al Zodiacos a tomar el café.
-Papá, ¿qué te pasa?, le preguntó Marta Mónica.
-¿Tú también has notado algo?, dijo él.
Del mismo bar llamaron a las urgencias y se lo llevaron al hospital con el ictus. Eso le mermaría fuerza, pero ni una gana.

Recuerdo la rabia que sentía cuando papá, desde la cama del hospital, trataba de decirme cómo estaban las cuentas en casa: Tal dinero aquí, esto allá...
No quería hacerle caso. No le hice caso.
Cuando venía mamá a verlo, se le acercaba y le daba besitos.
Nunca antes había sido testigo de tanta ternura entre ellos. Y mira que los había visto bailar en la cocina con la música de la radio. O de la tele. O incluso de papá cantando. Como mamá cantaba tan bien, lo de papá nos parecía ruido.

O sí. Cuando se abrazaban, Mónica, la niña, decía: "Mira, amorándose".

Luego...

3 de junio de 2015

En la pista de baile

Sería hace 5 o 6 años. Habíamos cogido por costumbre ir una semanita de vacaciones en julio. Nos gustaba un hotel de Gran Canaria, con mucho extranjero, mucha piscina y a un paso de la playa.
Por las noches, en uno de los salones había distintas actividades. Aquel día era música para bailar. Medio hotel sentado en torno a una pista vacía. Mamá había tomado ya su cafecito y en esto que se va para el DJ.
-¿Tienes la del Coyote Dax, la de "No rompas más mi pobre corazón"? Ponla, por favor.

Empieza a sonar, se va al centro de a pista y comienza a bailarla. Por no dejarla sola, me acerco, pero no me sé los pasos.

-Quita, que tú no sabes.

Se la bailó entera, ella sola, reinando en la pista. Gran ovación. Tenía 82 años.

2 de junio de 2015

Una despensa de besos

Yo siempre me he sentido extraordinariamente identificada con esta tira de Quino. ¿Qué es eso de que cualquiera se crea con derecho a pedir un beso a una niña?
A mamá le gustaba contar que yo siempre me resistía:
-¿No me quieres dar un beso?
-No.
-¿Por qué?
-Porque no tengo.

Entonces, ella venía, me daba uno y me llenaba la despensa. Medio siglo después seguía haciéndole gracia la ocurrencia de aquella cría.

Una flor muy puntual

El 5 de mayo, el cactus de mi ventana me dio esta flor. Era la primera del año y aún tenía cuatro pimpollos más, cuatro promesas. Siempre he creído que, más que un cactus, es un prodigio. Durante el resto del año, esas bolas de pinchos tan ariscas llaman muy poco mi atención. A veces, al abrir o cerrar la ventana, las veo y lo riego un poco. Por cortesía, pero sin desgana. Pueden pasar semanas sin que las mire. Hace años que una de las bolas tiene una telaraña que ni me he molestado en quitar por no herirme.
Digo que parece un prodigio porque los pimpollos le salen por abril. De ahí a una o dos semanas, cada bolita gris y peluda crece dos centímetros. Un día, siempre sin que yo lo vea, ha aumentado hasta 20 o 25 centímetros. Es la señal inequívoca: Se abrirá esa noche. Su puntualidad es asombrosa. La explosión se produce con parsimonia de 10 a 10 y cuarto de la noche. Si tengo la suerte de acordarme y la paciencia de pararme, puedo ver los estrincones que dan los pétalos al separarse. Son movimientos violentos, bruscos, silenciosos, necesarios. Una vez desplegado el universo de la flor, su aroma es dulce, muy dulce. Conviene que me pille avisada, porque si al día siguiente el sol calienta, para mediodía ya está ajada. Si sale nuboso, aguantará hasta la noche.
Es un cactus con historia. Contaba mamá que su madre, amama Salomé, le había regalado un impermeable amarillo. Cuando lo estrenó, todavía de jovencita, un amigo jardinero, le dio una bola de cactus para que la plantara. Ella lo olvidó en el bolsillo hasta que volvió a llover. El jardinerito le dijo que había hecho lo correcto y ella lo plantó. De aquello, que sucedió hace 70 años, vienen estas flores. No recuerdo cuándo me daría mamá la bola de la que han nacido éstas, pero sé que han lucido en ventanas de al menos tres casas distintas, tres hogares en los que he vivido.
Este año, cometí un sacrilegio: la arranqué, la puse en un vaso y a media tarde se la llevé a mamá.
La olió y muy seria me dijo:
-Tenéis que conservar ese cactus. No dejéis que se pierda.

Mamá murió al alba del 27 de mayo. Aquella noche, el cactus había dado tres flores.

1 de junio de 2015

Un bocadillo de mermelada de ciruela

Nos pasábamos el día en la calle: Jugando en la plazoleta, haciendo fuego en la campa de los gitanos, tirándonos por el terraplén, construyendo cabañas de madera en lo alto de un saúco, poniendo clavos en la vía para que los aplastara el tren, robando ciruelas, cerezas y peras de San Juan -siempre verdes- de las huertas de los vecinos, cogiendo sapaburus en el manantial.
El manantial estaba donde hoy acaba la calle. Para llegar allí teníamos que atravesar dos grandes campas separadas por una línea de aligustres sin podar. Cuando urbanizaron, bautizaron la calle como Iturribide (Camino de la fuente). Siempre me ha gustado la toponimia descriptiva. Nuestro portal pasó de ser el 1 al 18.
Todo el tiempo saltando de aquí para allá, sin un segundo siquiera para subir a casa por la merienda. Era un cuarto piso y a veces mamá nos llamaba y nos tiraba el bocadillo por el balcón. Como éramos cincuenta familias recién creadas y asentadas, los dos barrios estaban llenos de chiquillos alborotados. Para llenar toda una escuela.

Si no estábamos en la plazoleta, las madres mandaban a alguien a buscarnos.

Aquella tarde, mamá nos tiró los bocadillos, seguramente envueltos en papel de periódico, y antes de que lo abriera, desde arriba, me dijo.
-Lucía, es de mermelada de ciruela.

Algo me sonaría raro, porque a pesar de que han podido pasar 50 años, no lo he olvidado. Cuando volví a casa ya a la hora de la cena, le pregunté por qué me había dicho que era de mermelada de ciruela.
-Porque tal como eres, al verlo verde, ibas a pensar que era veneno.

Seguramente, se río a carcajadas. No recuerdo que me pareciera una exageración.

30 de mayo de 2015

Yo te ayudo

Me lo recordó hace muy poco. Muy poco.
Debió de suceder al salir de la dictadura. Yo tendría 15-17 años.
Un exhibicionista nos acosaba en el barrio, por los alrededores de Getxo. Madres y niñas preocupadas, asustadas. Mamá dijo “Punto” y convocó una reunión vecinal en Itxas Argia (el local del final de nuestra calle, en el que tanto nos enseñaban a bailar danzas vascas como nos llevaban al monte).
Las vísperas mamá llegó a casa preocupada: “Estaba en la carnicería y he oído hablar de la reunión por lo del exhibicionista. ¿Qué va a pasar? Va a ir mucha gente”.
Según ella fue así. Me contaba:
Y tú me dijiste: “Mamá, no te preocupes, que yo te ayudo”.
Y allá nos fuimos.

¿Quién ayudó a quién? ¿Quién enseñó a quién?

29 de mayo de 2015

Esa puta llamada

En realidad, cuando se produce aún no lo sabes. Lo percibes días después: Llevabas tiempo temiendo esa llamada. A veces, la temes desde el principio de tus días, o algo así. La temes. Es ese miedo que ha vivido contigo agazapado, pero siempre ahí. Quizá creías que era un dolor, o la amenaza de dolor; quizá que era un grito o un silencio; quizá una queja. No lo sabes, no tienes ni idea de la forma que puede adoptar. Es más, ni te planteas que adopte una forma.

Y cuando se produce, esa llamada tiene una voz muy conocida, una voz que te es muy familiar.
Y siempre empieza por tu nombre. Ahí ya no te quedan dudas, la llamada es para ti, es singular, es personal. Es esa puta llamada que, aunque no lo sepas, temes desde hace años.
Y te dice algo así, como... "Lucía, cariño, ven".
O
"Lucía, cariño...".
O
"Cariño, Lucía, es mamá. He ido a darle el zumo de naranja y no me contesta...".