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13 de marzo de 2021

Confía en mí: Puedes volar

No sé cuántos años tendría yo de aquello, pero ya habían trasladado el cementerio de al lado de la parroquia de Andra Mari a su ubicación actual.

 Habíamos ido mamá, papá, Marta y yo a pasear por la parte alta de Getxo, de lo que hoy llamamos Andra Mari. En aquel tiempo, el cementerio era extrarradio total. Había dos caseríos cerca y no lo entendíamos. No digo ya cuando construyeron allí un edificio de casas de azulejo blanco...

Sin compañía, no podíamos ir tan lejos. Al llegar al cementerio subiendo de la parroquia, el muro era bajito. En esa parte, mis recuerdos me llevan a donde enterraban a los niños sin bautizar y a los masones, pero quizá estoy mezclando la disposición del viejo cementerio, el que estaba al ladito de la iglesia de Andra Mari.

Me subí al muro y seguí el paso por su cumbre: Kareletik, diríamos en euskera. Al llegar mucho antes del portalón de entrada al cementerio, ya estaba yo a unos dos metros de suelo firme. Tenía que hacer algo: saltar o volver sobre mis pasos.

Papá extendio los brazos en cruz. "Salta", me dijo. Sacudí la cabeza de izquierda a derecha. No. Me daba miedo. "Salta. Confía en mí". Y volé a sus brazos, que me sostuvieron antes de que mis pies dieran con la tierra.

"Confía en mí": No hay mejor lección para atreverte a cualquier cosa.

Siempre he creído que el feminismo me lo enseñó mamá, pero ahora veo que también papá colaboró a mi audacia.

22 de julio de 2020

De Donibane Getxo a Donibane Leioa

Mi infancia transcurrió en un barrio rodeado de huertas y pequeñas casitas. Al principio, los caminos eran de guijarro... o de barro. Jugábamos al hinque, al trucumé, a las chapas y las canicas, a la cuerda, a la goma, a 'Tres navíos en el mar', a ponernos latas de conserva en los pies y dar la lata a las vecinas...
El acontecimiento anual era la sanjuanada. Los días previos, recolectábamos helechos, ramas, muebles viejos, papel, cartón y, en lo alto, colocábamos un muñeco hecho con paja y ropas viejas. Ese era el día de los niños, y de las niñas, claro.
A mediados de los setenta, los curas de la parroquia de Andra Mari -Txomin, José Mari y don Francisco (luego, Patxi)- abrieron un local en la parte trasera del barrio. Era una lonja preciosa y muy bien diseñada entre las calles Iturbide y Maidagan. Ahí nos juntábamos, hacíamos reuniones, teatro, exposiciones, concursos de ajedrez... Los domingos, se celebraba misa. Por aquello de la sanjuanada, José Mari propuso llamarlo Donibane.
A ver si consigo describirlo bien. Tenía forma de cuadratín -#- aunque no era romboide: sus líneas eran perpendiculares y la zona central, rectangular. En las cuatro esquinas, había un sistema de biombos que permitía distintos usos simultáneos. Yo diría que los tonos eran granates y negro ala de mosca, aunque no estoy muy segura.
En ese local, gané una medalla en un campeonato de ajedrez, estropeé un juego de luces que Javi V. había preparado para la representación de 'El principito' y fui jurado de un concurso de dibujos de belenes. Uno de ellos, de una criaja de muy poquitos años, era un manchurrón oscuro en forma de arco con un rectángulo que contenía tres puntos a la derecha. Cuando le preguntamos qué había hecho, dijo que era el portal de Belén, que lo habían cerrado por el frío y había que tocar el timbre.
En algún momento, el local perdió actividad y los curas se lo cedieron a una organización ocupacional para personas con síndrome de Down.
Allí estuvieron un tiempo que no puedo precisar. Después, se trasladaron a Leioa, al barrio Sarriena. Y allí siguen. Lo curioso, es que se llevaron el nombre: Donibane. Puedes verlo aquí.
Hace casi 50 años de esto y estoy segura de que sus actuales ocupantes no saben de dónde les viene el nombre
Por cierto, Txomin todavía vive.

19 de julio de 2020

De volcanes, terremotos, icebergs y glaciares

Los icebergs solamente dejan ver el 10 % de su volumen; los volcanes escupen dos tipos muy distintos de lava; la parte más veloz de los glaciares es la central; uno de los primeros indicios de un maremoto es que el mar se retira hacia sí misma; cómo mide la escala Richter la fuerza de los terremotos, que se pronuncia Rigter... Hace 50 años que don Jacinto Gómez Tejedor nos enseñó estas cosas en un aula del Instituto de Getxo y estoy segura de que aún hoy aprobaría el examen.
En aquel tiempo, dejábamos la escuela al cumplir 9 o 10 años. En mi barrio, éramos decenas de chiquillos y chiquillas de las 50 familias recién asentadas; la mayoría, de parejas recién casadas. No sé cuántos iríamos al instituto. Lo que sé es que solamente 4 iniciamos una carrera universitaria y tres de ellas éramos mis hermanas y yo.
El instituto -que luego se llamaría Julio Caro Baroja- se inauguró en 1966 y mi hermana fue una de las primeras alumnas. Cuando comenzó el curso, Marta tenía nueve añitos, pero era tan formal y aplicada que pasó de la escuela al bachillerato. Dos años después, me incorporé yo. En mi primer curso estábamos las niñas por un lado y los niños en la otra ala. Para mi segundo curso, el instituto se hizo mixto de verdad. Ese fue uno de los primeros logros de don Jacinto. Qué fue aquello: interminables guerras de tizas, los niños y las niñas en peleas continuas...
Don Jacinto era el director. A nosotras nos daba clase de... de... ¿De qué sería aquello: Geografía, Naturales, Geología...? Era tan bueno y tan apasionado que he olvidado poco de lo que nos enseñó.
En 2002, me sorprendió su esquela en El Correo.
Otro de sus logros fue el jardín botánico del instituto. Como lo tengo camino de casa, esos pocos días en que encuentro las puertas del jardín abiertas, entro a darme un paseo.
En 2014, decidieron dedicar un espacio a Ramiro Pinilla, porque su novela 'La higuera' está ubicada en ese jardín.


Algún septiembre he tenido la oportunidad de entrar y, en lugar de recoger calabazas, me he comido algún higo de esa higuera.

30 de diciembre de 2015

Cada vez que te llevas el cubierto a la boca dices 'Hummmm'

Estaba yo sola en la cocina, con ella, con mamá.
Estaba en la parte de la mesa (roja, de formica) en la que hacía los deberes. El armario, a mi espalda. Mamá, enfrente, en los fogones o la fregadera. Probablemente, ella estaba en saya, en combinación. Blanca.
A una de éstas, suelta una carcajada, de aquellas que eran pura alegría, que le iluminaban los ojos; una carcajada elegante como las suyas, porque mamá era pura elegancia.

Le pregunto:
-Mamá, ¿por qué te ríes?
-Porque cada vez que te llevas el cubierto a la boca dices 'Hummmmmmm'.

Era coliflor con besamel al horno.

10 de junio de 2015

Vengo de una tertulia de costura y de una mesa roja de formica


La mesa de la cocina era roja, de formica; las banquetas, cada una de un color. Qué curioso. Hasta ahora no me había percatado. Hace unos años fui adonde la Neska, la vieja tienda de tejidos de la avenida de Algorta, a comprar unas servilletas para diario. No quería un servicio completo de mantel. Las ocho que compré eran de 8 colores distintos.
En aquella mesa hacíamos los deberes del instituto. No tengo un recuerdo nítido, pero casi diría que los hacía rápido por salir a callejear. Mamá estaba con nosotras en la cocina, trajinando.
Cocinaba en alto. Narraba lo que hacía.
Por ejemplo, cuando fregaba:
-Pongo el agua caliente en la palangana con jabón. Limpio primero los vasos porque son los que menos grasa tienen.

En aquellos tiempos, del grifo no salía agua caliente. A veces, ni salía agua. Se aprovechaba el calor de la cocina económica para templarla y fregar.

-Friego vasos, tazas y platos y los aclaro en ese mismo orden.

Y entre ejercicios de volcanes, matemáticas, geografía y lengua, aprendíamos a usar el estropajo de esparto.

-Para pelar los ajos es mejor aplastarlos un poco con la mano contra la mesa. Los ajos deben ir al aceite frío, para que coja más sabor.

A veces pedía voluntarias:
-¿Quién me ayuda a limpiar las anchoas?

Nos enseñó a resolver los problemas antes de que se nos plantearan:
-El limón deja marca sobre el mármol. Hay que procurar que el ácido no lo toque.

También sabía de medicina:
-No se puede tomar la aspirina en ayunas porque te hace un agujero en el estómago. Ni hay que tragar el chicle, porque se te pegan las paredes del estómago.

Por las tardes, había tertulia de costura en casa. Las chavalas en edad de enamorarse venían a coser, o a contar sus cosas. Recuerdo especialmente a M. A. , G., C., A. y R. M. Mamá les enseñaba a coger el bajo, arreglar la cremallera, hacer los ojales o coser los botones. A nosotras nos ponía a sobrehilar o a quitar hilvanes.
La de refranes de costura que me sé:
‘Costurera sin dedal cose poco y ello mal’, ‘La hebra de Marimoco, que para llegar al cielo le faltó un poco’, ‘La hebra de Marimoco, que cosió siete camisas y le sobró un poco’…
Una tarde, alguna de ellas hizo algún comentario malintencionado sobre una de las ausentes. Mamá la frenó en seco: “Aquí no se critica”.
De esa mesa roja de formica y de esa tertulia vengo.

9 de junio de 2015

Aquel personal sentido de la orientación

Un día intentó convencernos de que para ir de casa al instituto (que es una línea recta) era mejor subir a Elorri. Fue inútil que le sacáramos todos los argumentos que nos habían enseñado en bachiller sobre la distancia más corta entre dos puntos.
Otro día, papá contaba que habían ido hacia Azkorri a andar, a dar una vuelta y que mamá le había dicho: "Txetxu, vamos por aquí que es más corto". Así que no era raro que papá nos dijera "¡Tu madre!, ¡pero si va a pasear y coge atajos!".

Mamá le llamaba Txetxu, pero él jamás consintió que nadie más le llamara de esa forma.

5 de junio de 2015

Días de bandera roja

El nuestro era un patio en forma de U al que daban ventanas, balcones y terrazas de 30 viviendas, 30 familias. No había persianas, las puertas estaban siempre abiertas, las vecinas hablaban de balcón a balcón e, incluso, se enviaban cosas por el aire sin paloma mensajera.
Susana se pasó la infancia bailando en la terraza, oíamos las risas de Elena aunque no la viéramos, veíamos la tele a través de la ventana de Feli y el sonido lo ponía el aparato de "los numerosos". Algunas tardes, subía el aroma del café de casa de Líber y si mamá decía "Hum, qué bien huele", Líber mandaba a Róber o Gonzalo con una taza para arriba.
A veces, mamá me daba una notita ─"Entreténmela un rato"─ y me mandaba donde una vecina: "Vete donde Rosi y dile que te dé esto". Yo era una criaja que todavía subía los peldaños de uno en uno y, entre bajar y subir, sumaban 121. Rosi leía la nota y me decía que me pusiera a jugar. Un rato después me mandaba para casa. Si yo le recordaba que había ido a por algo, ella me daba cualquier cosilla.
Todos los días a las 10 íbamos a la playa. Andrés solía hacerse el encontradizo en el patio y se venía con nosotras. Si llovía, tapábamos la ropa con la toalla y al agua. Medio barrio aprendió a nadar con mamá en Arrigunaga.
Una mañana de sol, siendo yo muy pequeñita, una vecina le preguntó si no había playa ese día.
-Hay bandera roja -y se rió a carcajadas-.
Tardé años en entender a qué se refería.

1 de junio de 2015

Un bocadillo de mermelada de ciruela

Nos pasábamos el día en la calle: Jugando en la plazoleta, haciendo fuego en la campa de los gitanos, tirándonos por el terraplén, construyendo cabañas de madera en lo alto de un saúco, poniendo clavos en la vía para que los aplastara el tren, robando ciruelas, cerezas y peras de San Juan -siempre verdes- de las huertas de los vecinos, cogiendo sapaburus en el manantial.
El manantial estaba donde hoy acaba la calle. Para llegar allí teníamos que atravesar dos grandes campas separadas por una línea de aligustres sin podar. Cuando urbanizaron, bautizaron la calle como Iturribide (Camino de la fuente). Siempre me ha gustado la toponimia descriptiva. Nuestro portal pasó de ser el 1 al 18.
Todo el tiempo saltando de aquí para allá, sin un segundo siquiera para subir a casa por la merienda. Era un cuarto piso y a veces mamá nos llamaba y nos tiraba el bocadillo por el balcón. Como éramos cincuenta familias recién creadas y asentadas, los dos barrios estaban llenos de chiquillos alborotados. Para llenar toda una escuela.

Si no estábamos en la plazoleta, las madres mandaban a alguien a buscarnos.

Aquella tarde, mamá nos tiró los bocadillos, seguramente envueltos en papel de periódico, y antes de que lo abriera, desde arriba, me dijo.
-Lucía, es de mermelada de ciruela.

Algo me sonaría raro, porque a pesar de que han podido pasar 50 años, no lo he olvidado. Cuando volví a casa ya a la hora de la cena, le pregunté por qué me había dicho que era de mermelada de ciruela.
-Porque tal como eres, al verlo verde, ibas a pensar que era veneno.

Seguramente, se río a carcajadas. No recuerdo que me pareciera una exageración.

30 de mayo de 2015

Yo te ayudo

Me lo recordó hace muy poco. Muy poco.
Debió de suceder al salir de la dictadura. Yo tendría 15-17 años.
Un exhibicionista nos acosaba en el barrio, por los alrededores de Getxo. Madres y niñas preocupadas, asustadas. Mamá dijo “Punto” y convocó una reunión vecinal en Itxas Argia (el local del final de nuestra calle, en el que tanto nos enseñaban a bailar danzas vascas como nos llevaban al monte).
Las vísperas mamá llegó a casa preocupada: “Estaba en la carnicería y he oído hablar de la reunión por lo del exhibicionista. ¿Qué va a pasar? Va a ir mucha gente”.
Según ella fue así. Me contaba:
Y tú me dijiste: “Mamá, no te preocupes, que yo te ayudo”.
Y allá nos fuimos.

¿Quién ayudó a quién? ¿Quién enseñó a quién?

20 de mayo de 2015

Cuando venía el peladurero

Cuando éramos pequeñas, la basura era completamente distinta. Aquello sí que era basura bien organizada.
A la tienda se iba con la bolsa o con el carro; apenas había envoltorios de plástico y los papeles de envolver se usaban para encender el fuego de la cocina económica; las botellas de gaseosa Gorbea y de cerveza, se devolvían; el vino se compraba en garrafas de cinco litros; los huevos los traíamos de la granja de Águeda en la huevera de plástico –la nuestra era azul–.
Además, tirar comida era pecado. Se aprovechaba todo: la parte fea de las verduras para caldo o puré; la cabeza del pescado y los huesos, también para caldo; la carne del cocido para empanadillas, croquetas o para la salsa de tomate; el pan duro para hacer sopa; si sobraban alubias o lentejas, se hacía puré; si la leche se cortaba, nos peleábamos por el requesón; la nata de hervirla se usaba como postre o para hacer bizcochos; el vino picado se conservaba y, cuando se avinagraba, aliño para las ensaladas; en algunas casas se hacía jabón; las cenizas del fuego se usaban para poner en los bordes de la huerta y evitar que entraran los caracoles y limacos; las borras del café y la achicoria para las plantas; la fruta se comía sin pelar, porque ahí estaban las vitaminas.
Solo se tiraba lo que no servía ni podía servir en el futuro para nada. La basura se dejaba en el balcón, en un balde de cinc, y cuando venía el basurero bajábamos los 58 escalones a toda velocidad a vaciarlo en el propio camión. Dos o tres días a la semana, al atardecer, venía el peladurero. Era un aldeano alto, no mucho mayor que mis padres, delgado, con pantalón azul de mahón, txapela, la camisa blanca abrochada hasta el último botón y abolsada en la cintura… Creo que su caserío estaba en la vega. Tenía cerdos y venía por las casas a recoger los restos orgánicos que le guardaban las madres; de puerta en puerta con un bidón metálico que cargaba en el carro. En verano, si se retrasaba, las mujeres le regañaban porque la basura olía. Pero le esperaban. No nos mandaban con ello cuando llegaba el camión de la basura.
Las lecheras también venían en carro, andando a la par del animal. El peladurero venía con prisa. Cuando cargaba los bidones del barrio, se subía de un salto al carro, arreaba con las riendas a la mula y, todavía de pie, salía pitando.

4 de febrero de 2015

Cuando venía el practicante



Cuando éramos pequeñas, las tareas que hoy hacen las enfermeras las hacía el practicante. Al médico se le llamaba cuando el personal estaba fatal. El practicante era esa persona que, por ejemplo, venía a casa a poner inyecciones.
Solían traer, como los médicos, un maletín negro de piel y guardaban las agujas y las jeringuillas en una caja metálica como la de arriba. Las jeringas eran de cristal. Para esterilizar las agujas, las metían en alcohol en la propia caja y le daban fuego.
Me contó papá que un practicante con tuberculosis había contagiado a todos sus pacientes porque, para apagar la llama, soplaba sobre las agujas.
Las medicinas inyectables venían en polvo, en una pequeñita botella color ámbar. En otra ampolla estaba el agua esterilizada. El practicante limaba un poco la ampolla por su parte más estrecha para que se quebrara, absorbía el agua con la jeringa, pinchaba la aguja en la tapa de goma de la botellita ámbar, inyectaba el agua y mezclaba. Antes de poner la inyección ponía la jeringuilla en posición vertical, le daba un golpecito con el índice para que saliera el aire, empujaba hasta que salía una gotita de la medicina… y cogía la aguja con la mano derecha. Entonces, nos pasaba un algodón con alcohol en la parte superior del culo, daba unos golpecitos y nos decía: “No lo pongas duro que te hace más daño”. En uno de los golpecitos, a veces de forma imperceptible, nos había metido la aguja. Eso hacía menos daño que la introducción de la botica. Volvía a pasar el guaté y se preparaba para irse.