1 de junio de 2015

Un bocadillo de mermelada de ciruela

Nos pasábamos el día en la calle: Jugando en la plazoleta, haciendo fuego en la campa de los gitanos, tirándonos por el terraplén, construyendo cabañas de madera en lo alto de un saúco, poniendo clavos en la vía para que los aplastara el tren, robando ciruelas, cerezas y peras de San Juan -siempre verdes- de las huertas de los vecinos, cogiendo sapaburus en el manantial.
El manantial estaba donde hoy acaba la calle. Para llegar allí teníamos que atravesar dos grandes campas separadas por una línea de aligustres sin podar. Cuando urbanizaron, bautizaron la calle como Iturribide (Camino de la fuente). Siempre me ha gustado la toponimia descriptiva. Nuestro portal pasó de ser el 1 al 18.
Todo el tiempo saltando de aquí para allá, sin un segundo siquiera para subir a casa por la merienda. Era un cuarto piso y a veces mamá nos llamaba y nos tiraba el bocadillo por el balcón. Como éramos cincuenta familias recién creadas y asentadas, los dos barrios estaban llenos de chiquillos alborotados. Para llenar toda una escuela.

Si no estábamos en la plazoleta, las madres mandaban a alguien a buscarnos.

Aquella tarde, mamá nos tiró los bocadillos, seguramente envueltos en papel de periódico, y antes de que lo abriera, desde arriba, me dijo.
-Lucía, es de mermelada de ciruela.

Algo me sonaría raro, porque a pesar de que han podido pasar 50 años, no lo he olvidado. Cuando volví a casa ya a la hora de la cena, le pregunté por qué me había dicho que era de mermelada de ciruela.
-Porque tal como eres, al verlo verde, ibas a pensar que era veneno.

Seguramente, se río a carcajadas. No recuerdo que me pareciera una exageración.

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