Mi padre me enseñó a montar en los autos de choque. El juego no consistía en
arremeter contra los otros vehículos, sino en esquivarlos y elegir aquella
parte de la pista en la que circulaban pocos.
En estos tiempos de pandemia, salir a pasear es como practicar el juego que
me enseñó mi padre: los criterios para elegir la ruta son que las estradas sean
suficientemente amplias como para mantener esos dos metros de distancia e
intentar adivinar dónde habrá menos gente.
La ruta nos llevó a una casa en la que viví hace años. Nos metimos por un
caminejo estrecho con chalés a derecha e izquierda. Ese camino era, entonces,
mi huerta.
Allí estaba mi casa. Habían cambiado la puerta del portal. El ventanal de la
sala estaba abierto de par en par. No alcancé a ver la ventana de aquella
hermosa cocina.
Al fondo del caminito había una huerta que trabajaba un señor con el que yo
solía charlar. Ya no estaba. Hoy es una gran landa, verde, con ligero declive,
preciosa.
En esos terrenos, un domingo al año solía celebrarse una carrera pedestre.
Ese día me gustaba asomarme a ver el esfuerzo de quienes participaban. Recuerdo
haberme emocionado cuando uno de los corredores, de origen magrebí, le dobló a
otro. Cuando este se dio cuenta de que el magrebí le adelantaba porque había dado
una vuelta más que él, le aplaudió. Aún me emociono.
En la categoría infantil participaban niñas y niños de unos cuatro o cinco
años. Allá iba ella, con la camisetita de su club, corriendo campa arriba,
poniendo todas sus ganas; y el entrenador –o quizá su padre– caminando a su
lado y dando chalos: “Hala, bonita; venga, bonita”. Esa niña ahora tendrá unos
30 años.
Ayer iba yo hablando: “Y aquí estaba la huerta de un vecino”.
–De Isidoro– añadió un señor que estaba en su jardín atando la rama de un
limonero.
–Eso, de Isidoro.
–Yo solía ayudarle. Se la quitaron hace años. Vaya disgusto, porque él había
construido una cabaña grande con el suelo elevado. Cuando pasó, creí que se
moriría, pero que va. Está estupendamente.
Buscó una foto en el móvil y me la mostró.
–¡Sí! ¡Ese!
-Tú eres la profesora, la periodista.
–Así es.
–¿Qué tal tu hijo?
–Ah, muy bien– le respondí sorprendida.
Se acercó a su rosal, cortó esa rosa de arriba y me la ofreció.
–¡Cómo huele!
–Te costará olvidar ese olor. ¿Puedo hacerte una foto?
-Sí, claro. Déle recuerdos a Isidoro de mi parte.
Probablemente, poco después Isidoro recibió la fotografía.
Hace 7 años
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