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24 de mayo de 2020

Una rosa para el recuerdo

Mi padre me enseñó a montar en los autos de choque. El juego no consistía en arremeter contra los otros vehículos, sino en esquivarlos y elegir aquella parte de la pista en la que circulaban pocos.
En estos tiempos de pandemia, salir a pasear es como practicar el juego que me enseñó mi padre: los criterios para elegir la ruta son que las estradas sean suficientemente amplias como para mantener esos dos metros de distancia e intentar adivinar dónde habrá menos gente.
La ruta nos llevó a una casa en la que viví hace años. Nos metimos por un caminejo estrecho con chalés a derecha e izquierda. Ese camino era, entonces, mi huerta.
Allí estaba mi casa. Habían cambiado la puerta del portal. El ventanal de la sala estaba abierto de par en par. No alcancé a ver la ventana de aquella hermosa cocina.
Al fondo del caminito había una huerta que trabajaba un señor con el que yo solía charlar. Ya no estaba. Hoy es una gran landa, verde, con ligero declive, preciosa.
En esos terrenos, un domingo al año solía celebrarse una carrera pedestre. Ese día me gustaba asomarme a ver el esfuerzo de quienes participaban. Recuerdo haberme emocionado cuando uno de los corredores, de origen magrebí, le dobló a otro. Cuando este se dio cuenta de que el magrebí le adelantaba porque había dado una vuelta más que él, le aplaudió. Aún me emociono.
En la categoría infantil participaban niñas y niños de unos cuatro o cinco años. Allá iba ella, con la camisetita de su club, corriendo campa arriba, poniendo todas sus ganas; y el entrenador –o quizá su padre– caminando a su lado y dando chalos: “Hala, bonita; venga, bonita”. Esa niña ahora tendrá unos 30 años.
Ayer iba yo hablando: “Y aquí estaba la huerta de un vecino”.
–De Isidoro­– añadió un señor que estaba en su jardín atando la rama de un limonero.
–Eso, de Isidoro.
–Yo solía ayudarle. Se la quitaron hace años. Vaya disgusto, porque él había construido una cabaña grande con el suelo elevado. Cuando pasó, creí que se moriría, pero que va. Está estupendamente.
Buscó una foto en el móvil y me la mostró.
–¡Sí! ¡Ese!
-Tú eres la profesora, la periodista.
–Así es.
–¿Qué tal tu hijo?
–Ah, muy bien– le respondí sorprendida.
Se acercó a su rosal, cortó esa rosa de arriba y me la ofreció.
–¡Cómo huele!
–Te costará olvidar ese olor. ¿Puedo hacerte una foto?
-Sí, claro. Déle recuerdos a Isidoro de mi parte.
Probablemente, poco después Isidoro recibió la fotografía.

29 de noviembre de 2015

Josebi le puso la escalera

Se llamaba Zai. Había nacido un 29 de noviembre y murió el mismo día unos años después. La trajo Peio, de Ordizia. Yo le había dicho que quería un perro y me regaló el primer cachorro que le ofrecieron. El nombre se lo puso él: Zai, de cuidadora. Era tan lista como pendeja. De vez en cuando, le daba un aire y desaparecía todo el día. Solía venir con olor a muerto y el rabo entre las piernas, porque la bronca era segura. Cuando le leía poesía, inclinaba la cabeza hacia un costado; con la flauta, aullaba. Nunca supe si de dolor o como quien canta.
Un día me fui al mercado y ella se quedó, como siempre, en la puerta, tumbada, con la cabeza apoyada en las manos. Se me fue el santo al cielo y elegí otra de las salidas para irme. Allí la dejé. A las diez de la noche, con una puntualidad asombrosa, volvió a casa.
Al día siguiente, cuando me pasé por el Ezkertoki -el bar que usábamos como punto de encuentro-, Nieves me preguntó:
-¿Qué?, ¿qué pasó ayer?
-¿Ayer? ¿Qué pasó? ¿Pasó algo?
-Ah, pues no sé, tú sabrás. A las siete de la tarde vino tu perra, se sentó ahí, debajo de la máquina, estuvo como tres horas y, poco antes de que cerráramos, se levantó y se fue.

Aún me río.

En Nochevieja, se ponía enferma con los petardos. Papá solía darle un trocito de válium y, mientras duraba la traca, se sentaba con ella y la acariciaba, para que no se le hiciera tan duro el miedo.

Yo creo que el cambio de casa y separarse de su gran amigo Crook -un pastor vasco mucho más joven que ella- fueron definitivos para mermar su salud. Un día, de paseo, vi que no podía seguirme.
A la mañana siguiente, cuando fui a despertar a Ramón, me la encontré allí, en la alfombra. Parecía dormida.

-¿Qué hago yo ahora?

La arrastré en la alfombra hasta mi dormitorio y la dejé detrás de la puerta. Desperté a Ramón, lo llevé a la guardería y seguido me fui al Katea, el bar que para entonces gobernaban Nieves y Josebi. Qué cara llevaría. Josebi reaccionó.

-Dame las llaves de tu casa y no vuelvas en toda la mañana.

Ramón tardó dos días en echarla de menos. Aquella mañana, mientras desayunábamos, hizo un gesto de asombro.

-¿Zai?

Yo estaba temiendo ese momento. Hice lo que había visto toda la vida.

-Zai se ha ido al cielo, cariño.

Ramón aún más asombrado.

-¿Al cielo? ¿Y quién le ha puesto la escalera?

29 de diciembre de 2013

4.000 exalumnos, aproximadamente, en 20 años

En 1993, el 29 de diciembre cayó en miércoles. Ese día, firmé mi primer contrato como profesora de la UPV-EHU.


Algunas veces, los exalumnos, cuando han recibido sus notas, escriben cosas bonitas. A veces, dicen “Ahora que he aprobado y ya no es peloteo…”. Y añaden: “… quería decirte que me pareció que cerraste la última clase de la licenciatura de forma muy especial y creo que esa fue la sensación de todos”.

O: “He sentido que aportas cosas distintas a la docencia”.

O: “Jo, al principio no entendía tus bromas. Qué graciosa eres”.

O: “Ha sido un placerazo conocerte”.

Otros, los más decididos (suelen ser varones), vuelven al despacho, a veces con pretextos, y consiguen decirlo: “Quiero seguir en contacto contigo aunque me haya licenciado”.

O: “Que tirria te cogimos cuando recuperaste tres horas del tirón. Hacíamos apuestas con el contenido del botellín que llevabas a clase. Unos decían que era agua, otros que ginebra, otros que metadona. Yo era de los últimos”.

Alguna vez, suena el teléfono: “¿Lucía? Soy tal, no sé si te acordarás de mí. Estudié contigo tal año”. Y cuentan. “Estoy trabajando en un diario, y me han ofrecido dirigir los informativos de la televisión de mi provincia. No sé qué hacer”.
-¿Qué dicen tus padres?
-Que soy yo quien debe decidir.

O: “Soy Xandra. Ahora llevo la comunicación de una empresa. Hemos organizado un acto en un hotel de Bilbao y me gustaría que vinieras”.
-Huy, qué perezón, Xandra.
-Es que lo presento yo.

O: “Soy exalumna tuya. Trabajo en una publicación y tengo una duda con esta frase. ¿Me la miras?”.

O: “Esto… Trabajo en una tele pública. Hago entrevistas a gente… A gente así… A gente, ya sabes… Quería hacerte una entrevista a ti”.

O: “He mirado másteres. No sé cuál hacer”. Y luego me piden la carta de recomendación.

O: “Ahora estoy en un periódico. Todos los días tengo que proponerle al jefe temas, como hacíamos contigo”.

O: “La última no fue una clase, ¿no?”.
-¿Cómo?
-No sé. Como llevaste papeles, parecía una conferencia.

A veces dicen que han aprendido, que no entienden cómo han tardado tanto en saber que el adverbio ‘etcéteramente’ no existe, si lo utilizaron en al menos 5 exámenes.

Otras, lloran.

Traen historias muy íntimas que procuro no permitirles contar hasta que superan la asignatura: “Mi madre fue maltratada. Quiero ser periodista para contar eso y que no suceda más”. “Esperaba haber dado más en lo tuyo, pero se murió aitite esta semana”. “Quiero presentarte a mi padre. ¿Estás casada?”.

Se matriculan en la Escuela de Periodismo ‘Juantxu Rodríguez’ de la UIMP, que dirijo desde hace años: “He convencido a mis padres de que me paguen la matrícula. Si he aprendido tanto contigo este curso, quiero aprender más”.

Otros (dos en estos años) escriben desde emails anónimos: Me insultan, me ofenden, lo consiguen. Saldan sus cuentas.

Otras veces, se plantan en el despacho; se sientan en esa silla que en oficinas se llama ‘del confidente’, y que no es otra que la de atenderlos. Se quedan callados, miran, escarban en su cerebro y no encuentran las palabras que necesitan. Mientras los observo, y a veces me troncho de risa íntimamente, pienso que han ensayado cosas que decir, pero ahora no les convencen.
Estos son los que más me enternecen. Suelen ser grandes tímidos (o tímidas), escriben en la soledad de su ordenador de casa, llevan años haciéndolo, reniegan, se pelean contra sí mismos, no saben si están en el camino o son locos. Un día se desmelenan y escriben una aproximación bastante precisa a eso que creen que es la buena literatura a que están destinados. Llegan a clase, con dos o tres espinillas (reventadas) en la barbilla. Comienzo la disección del texto, abandono el ratón y al acabar, si les miro y les doy la enhorabuena, ya no se sienten locos.

Me dejan el disco de su grupo de garaje, la foto de la promoción,  o de su gato, perro o ternerita. Y esas veces que he participado con ellos en la ceremonia de licenciatura, me han presentado a sus padres, a sus novios, a la que creen será su pareja de por vida…

Si miro muy atrás, veo el tumulto de unos 4.000 exalumnos en los 20 años de docencia en la UPV-EHU. Conservo vivos recuerdos de muchos de ellos. De muchos. De al menos dos o tres de cada curso.

De nadie como de June Fernández: una alumna, mientras lo fue, distante, un poco fría, algo protestona, que he frecuentado mucho después de que se licenciara. Es, con diferencia, la exalumna de la que más he aprendido.

¿Hay forma humana de sentirse más vieja, más anciana, acaso más sabia?

4 de junio de 2013

Sobre los predicadores

Creé un perfil en Facebook de una persona ficticia: Varón, de unos 40 años, profesional; la foto era de un asiduo al gimnasio. En 48 horas, conseguí que me aceptaran como amigo 500 personas. Yo conocía a algunos de quienes me aceptaron amistad, pero ninguno de ellos conocía a mi personaje.
Obtuve amistad directamente de todas las personas a las que envié la solicitud, salvo en dos casos: uno de ellos me pregunto si nos conocíamos, le dije que no, pero que admiraba su trabajo como periodista. Me aceptó.
El segundo me preguntó quién era. Amigo de un amigo, le contesté. Solicitó detalles y no le convencí. Fue la única persona que me negó esa reciprocidad.
Otros muchos, al verme entre los amigos de sus amigos, me enviaron la solicitud.

Ni en esas 48 horas ni antes compartí nada: ni pensamientos, ni enlaces, ni fotos. Nada. No obstante, aceptaron o solicitaron mi amistad.

No es un experimento científico, pero da que pensar. No tanto sobre esa red social como sobre qué buscan quienes aceptan un número de amigos que dificulta, cuando no imposibilita, la reciprocidad.

Llegué a la conclusión de que a esas personas les gusta mucho más hablar que escuchar a los demás. Recuerdan a quien se sube a un púlpito.

21 de septiembre de 2011

"Es tan fácil tratarlos mal"

Seré breve.

Miguel Ángel García Herrera fue profesor mío en tercer curso de la Facultad. Es catedrático de Derecho. Y es uno de mis maestros. En todo, incluso en cómo disfrutar del sol una mañana de invierno.
A veces, cuando subo en autobús a la uni, tempranito, por la mañana, cruzo los dedos para encontrármelo ahí. Por lo general, él, que vive cerca de la primera parada, ha elegido ese asiento único sin vecino cerca de la puerta de salida. Cuando yo llego, si está, nos mudamos a otro en que podamos charlar esa media horita de viaje.
Nos ponemos al día en seguida.
Uno de los últimos días del curso pasado, allá por abril, cuando el autobús tomaba la curva del Bulevar de Leioa, me dio la más importante lección de pedagogía que nunca me han dado. Se refería a los alumnos, a todos ellos en general o a uno de ellos solamente. Y con un pesar que le afectaba a la rigidez del cuello, me dijo: "Es tan fácil tratarlos mal".
La frase de Miguel Ángel, desde esa mañana, me rebota en la cabeza  como una bola de billar que no encuentra la tronera. "Es tan fácil tratarlos mal"."Es tan fácil tratarlos mal"."Es tan fácil tratarlos mal"."Es tan fácil tratarlos mal".

19 de enero de 2010

¿El copión acaba el examen?

Lo publica elcorreoweb.es. Aquí. El universitario, no escolar, ni estudiante de obligatorias, a quien el profesor pille copiando, podrá acabar su examen.
Hace unos años, me fui sola al comedor universitario. Para estas alturas, supongo que ya sabes que soy profesora de Periodismo en la UPV-EHU. En la mesa coincidí con 8 niñas, estudiantes de Ciencias. Debatían sobre lo que es copiar, lo que significaba para ellas y cómo debían comportarse tanto los compañeros como los profesores. De las ocho, salían otras tantas opiniones distintas. Un medio que hubiera querido debatir no habría asacado tantas opciones y tan argumentadas.
1-Copiar es una canallada para quienes estudiamos. No debemos ser cómplices.
2-Bueno, copiar es una forma de picaresca. Tiene su arte.
3-El profesor debe vigilar que nadie copie, porque consentirlo es una muestra de debilidad y una injusticia manifiesta.
4-Si un estudiante ve que alguien copia, no debe colaborar con él. Tampoco es cosa de que se chive, pero debe callarse.
5-Pues si un estudainte ve que alguien está copiando, debe decírselo al profesor, porque es un canalla que puede llegar a obtener una nota que no merece.
6-Si el profesor le pilla, debe hacerlo público, porque la transparencia en el modo de evaluación pasa por delatar a quienes lo incumplen.
7-No, el profesor debe actuar con prudencia. Recriminarle, y dejarle que acabe el examen.
y 8-Si el profesor ha visto en el minuto uno que estaba copiando, no debe esperar a que finalice el examen para delatar al estudiante. Y comunicarle que lo ha pillado lo antes posible.

Me encantó el debate.
Pero, aunque el plagio es un tema recurrente entre profesores de universidad, nunca he sabido si lo gestinaba bien.

20 de septiembre de 2009

Balazos en el eoceno

Ésta es la playa en la que aprendí a defenderme de las grandes olas. Es la playa de Azkorri.

Bajábamos por la peña, un acantilado que hoy me daría miedo y que era plataforma de suicidios, o caídas involuntarias pero fatales. La de Azkorri es una playa soberbia: con grandes verdes (además, protegidos), mucha roca y piedra, arena oscura, un manantial y una única zona (NE) en la que bañarse descuidadamente. Es un decir. El declive es tan brusco que se pasa de tener el agua en los tobillos a la cadera y de aquí a los hombros, en dos pasos.
La ola de Azkorri es especial, porque ataca al unísono en toda la playa. Hace unos años, fui con M. uno de esos días en los que ya te despides del verano. Era septiembre y marea baja. ¡Baja! Estaba de espaldas al mar, jugando a coger las olas por arriba, de modo que me levantaban y veía la playa desde otra perspectiva. A una de éstas, fue como si alguien me tocara en el hombro y me dijera 'Eh, atenta a lo que viene'. Giré la cabeza, y vi no una, sino cuatro paredes inmensas de mar que se me venían encima. Lo llaman 'las mareas vivas de septiembre'. Nadé hacia la orilla, corrí cuando pude. Llegó la primera y con furia me revolcó. En esas que estás entre la espuma y la arena, nunca se sabe en qué dirección está la superficie; es decir, en qué dirección orientar las fuerzas para respirar. Vino la segunda, y la tercera, y acaso la cuarta. La malas olas vienen de tres en cuatro o de cuatro en cinco.
Esta semana pasada, Eva Molano contaba en El Correo que mi playa (una de mis dos playas) conserva una imagen, un retrato, del eoceno, época en la que se crearon las grandes cordilleras, como los Alpes y el Himalaya. Y Azkorri.

Y entonces recordé que, cuando bajábamos por la peña, en el extremo más nororiental, allí donde era posible el baño, la Guardía civil a veces hacía prácticas de tiro sobre una pared muy lisa del eoceno. Esas balas de la Guardia civil seguramente borraron muchas de las sonrisas que los habitantes del eoceno, haciendo caso a los consejos que Ander Izagirre 55,8 millones de años y cinco meses después dio, se habían esforzado en dejar para la posteridad.

La primera foto es de aquí; la segunda va firmada.