Cuando éramos pequeñas, las tareas que hoy hacen las
enfermeras las hacía el practicante. Al médico se le llamaba cuando el personal
estaba fatal. El practicante era esa persona que, por ejemplo, venía a casa a
poner inyecciones.
Solían traer, como los médicos, un maletín negro de piel y
guardaban las agujas y las jeringuillas en una caja metálica como la de arriba.
Las jeringas eran de cristal. Para esterilizar las agujas, las metían en
alcohol en la propia caja y le daban fuego.
Me contó papá que un practicante con tuberculosis había
contagiado a todos sus pacientes porque, para apagar la llama, soplaba sobre
las agujas.
Las medicinas inyectables venían en polvo, en una pequeñita
botella color ámbar. En otra ampolla estaba el agua esterilizada. El
practicante limaba un poco la ampolla por su parte más estrecha para que se
quebrara, absorbía el agua con la jeringa, pinchaba la aguja en la tapa de goma
de la botellita ámbar, inyectaba el agua y mezclaba. Antes de poner la inyección
ponía la jeringuilla en posición vertical, le daba un golpecito con el índice
para que saliera el aire, empujaba hasta que salía una gotita de la medicina… y
cogía la aguja con la mano derecha. Entonces, nos pasaba un algodón con alcohol
en la parte superior del culo, daba unos golpecitos y nos decía: “No lo pongas
duro que te hace más daño”. En uno de los golpecitos, a veces de forma
imperceptible, nos había metido la aguja. Eso hacía menos daño que la introducción
de la botica. Volvía a pasar el guaté y se preparaba para irse.
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