El 23 de diciembre de 1981 fue miércoles. Era víspera de la gran venta de Navidad en la librería Oroldi, donde yo trabajaba a veces y donde tanto aprendí de literatura con Carmen Castells, aprendí más de leerla que de venderla.
En la librería teníamos una percepción que se certificaba año tras año: Durante todo el mes de diciembre debíamos, según inventario, hacer una determinada caja, en pesetas. A veces, si Nochebuena caía a desmano, la caja la hacíamos durante las muchas vísperas. Si caía en fecha de cobro y sin antelación, podía caernos todo el trabajo de haber previsto qué libros se venderían y con qué papel de regalo en una sola tarde.
Aquel 23 de diciembre fue miércoles. La Nochebuena en jueves es buena, porque Navidad es viernes y aún queda el sábado para los arrepentiemientos previos al día de Reyes.
Vendíamos más en Navidad porque en aquel tiempo el Olentzero era más de libros (detallitos) y los regalos de verdad venían en Reyes. Luego se invirtió la fórmula.
La librería era luminosa, con aquellas lámparas de bajo consumo que caducaban todas al tiempo y aquellas cristaleras tan grandes. Ramiro cogió un librito de la estantería, 'El coronel no tiene quien le escriba', y con esa timidez que se me hace tan familiar...
Un momento.
Ramiro siempre fue un tipo grande, de envergadura y estatura.
Se cogió el librito y se acercó a la mesa que usábamos de caja:
-¿Has leído éste?
Creo que yo estaba sentada, porque tengo la imagen esa de mirar hacia arriba.
-No.
-Cóbramelo..
Y me lo regaló.
Ese mismo día murió Juan Ramón Jiménez y El País publicaba en opinión un artículo de García Márquez.
Hace 7 años
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