Creé un perfil en Facebook de una persona ficticia: Varón, de unos 40 años, profesional; la foto era de un asiduo al gimnasio. En 48 horas, conseguí que me aceptaran como amigo 500 personas. Yo conocía a algunos de quienes me aceptaron amistad, pero ninguno de ellos conocía a mi personaje.
Obtuve amistad directamente de todas las personas a las que envié la solicitud, salvo en dos casos: uno de ellos me pregunto si nos conocíamos, le dije que no, pero que admiraba su trabajo como periodista. Me aceptó.
El segundo me preguntó quién era. Amigo de un amigo, le contesté. Solicitó detalles y no le convencí. Fue la única persona que me negó esa reciprocidad.
Otros muchos, al verme entre los amigos de sus amigos, me enviaron la solicitud.
Ni en esas 48 horas ni antes compartí nada: ni pensamientos, ni enlaces, ni fotos. Nada. No obstante, aceptaron o solicitaron mi amistad.
No es un experimento científico, pero da que pensar. No tanto sobre esa red social como sobre qué buscan quienes aceptan un número de amigos que dificulta, cuando no imposibilita, la reciprocidad.
Llegué a la conclusión de que a esas personas les gusta mucho más hablar que escuchar a los demás. Recuerdan a quien se sube a un púlpito.
Hace 7 años
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