Fue lunes. Había ido con MJ a Ikea, a devolver parte del material usado en la obra de su casa. Estábamos allí en la brega, al final de la tarde, cuando me sonó el teléfono. Era Mónica, mi hermana la pequeña. Vino a decirme algo así como que no me asustara, pero que papá esta en el hospital, que fuera para allí.
Estaba en urgencias en un recinto entre cortinas; mamá a su lado, tomándolo de la mano. Mónica y yo nos íbamos turnando. Hicimos pocos cambios, porque fue muy breve. Papá murió como había vivido, sin dar la lata. Estaba yo con ellos cuando el monitor pareció indicar algo y mamá me preguntó.
-No sé, mamá, le digo a la niña que entre, que ella sabe más de esto.
Mónica siguió siendo 'la niña' hasta muy mayor: hasta que nació mi única sobrina.
Y ahí murió. Decía Moni que entendió el significado del verbo expirar cuando vio a papá tomar ese último aliento.
En ese momento de gran confusión, llevaron a papá a una habitación cerrada y nos explicaron que había muerto. Fue muy delicada la doctora dando la noticia. Entré a despedirme de él. Me sobrecogió la imagen de papá con la mandíbula relajada por su parecido con mi hijo. Le di un beso, el último beso, y salí.
Justo en el quicio de la puerta me di de frente con una pareja joven. Él hizo un gesto de reconocimiento, como quien da un toque con el codo a su pareja y dice: "Mira, es Lucía". En ese momento, me salió un aullido de dolor. Y esos jóvenes, que parecían tan contentos, se inhibieron.
He aplazado contar dos cosas.
Primera cosa: Papá murió el 1 de agosto de 2005. Ese julio nos habíamos juntado las hermanas y sus familias en casa de Marta y Manu es Estrasburgo. A la vuelta, cita con papá y mamá para celebrar Santiago en un restaurante del Puerto Viejo. Papá ya no podía beber cava, pero lo sacó. Ahí comenzó una semana entera de despedidas con la gente a la que quería. Siete días de juergas y fiestas con nosotras, sus nietos, los tíos... Lo recuerdo bajando las escaleras del Puerto agarrado de mi brazo. Marta trajo el coche y fuimos a Igeretxe, a tomar el café en la terraza. Cómo le molestaba el sol, se puso un jersey sobre la cabeza a modo de pañuelo. Nos reímos a carcajadas de esa imagen. Él también reía. Rió hasta el final.
La otra cosa: Ya le había dado el ictus. Tenía poca movilidad; él, que se pateaba el pueblo de arriba a abajo varias veces al día. Había cogido la costumbre de ir los domingos a sacarlo de casa. Recorríamos los 50 metros desde el portal a un murito de Sarrikobaso donde nos sentábamos. Compraba yo quisquilla en el vivero de enfrente y nos las comíamos a escondidas de mamá. Y la gente que subía o bajaba, nos saludaba, le daban conversación. Jolines la de gente que conocía. Bueno, o le conocían a él.
Recuerdo de niña haberle preguntado un día quién era esa persona a la que había saludado.
-No tengo ni idea.
-Pero le has saludado...
-Sí, porque he visto que ella iba a hacerlo.
Yo aplico ahora su truco.
Bueno, segunda cosa: Aquel domingo anterior, no fui a comer las quisquillas con él. El lunes me dijo que me había echado en falta.
No hubo más domingos.
Hoy hace 16 años de todo esto.